viernes, 3 de marzo de 2017

Carmen de Burgos

Carmen de Burgos, la escritora y activista que Franco borró de la historia POR MAR ABAD

—No seas tonta, Dolores, y no te abatas así —solía decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tú te mereces y ande por ahí con querindangas. Pero no sabes tú lo que hacen otros. Después de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. Créete que lloras sólo con un ojo.
Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal.
Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.
(La malcasada, Carmen de Burgos)


El matrimonio durante mucho tiempo fue una jaula con un trapo encima. Lo que ahí pasaba ahí quedaba. Podían ser caricias o, también, gritos y palos. Huir no era mucho mejor. Detrás de los barrotes esperaban, casi siempre, la pobreza y el rechazo. Aun así, algunas mujeres escaparon. Muy pocas. Una de ellas, Carmen de Burgos, no sólo abandonó a un marido áspero y mujeriego. A principios del siglo XX esta almeriense emprendió la primera campaña en prensa a favor del divorcio y luchó durante décadas por el sufragio femenino y la independencia de la mujer.
Carmen de Burgos fue la primera periodista española que trabajó en una redacción y la primera corresponsal de guerra de este país. Escribió más de cien relatos cortos y novelas largas, redactó miles de artículos, dio conferencias por varios países y dejó su último aliento en convertir España en una república democrática, progresista y afanada en educar a sus habitantes.
Colombine, como también la llamaban, fue una de las escritoras y defensoras de los derechos de la mujer más reconocidas y admiradas en las primeras décadas del XX. España quedó pequeña a su fama y en su madurez fue aclamada en Europa y América Latina. Era una de las pocas mujeres de referencia de principios del siglo XX, junto a Emilia Pardo BazánClara Campoamor o Victoria Kent. Pero ¿qué ocurrió para que su nombre fuera borrado de la historia con esa precisión quirúrgica?


L
La malcasada
Carmen de Burgos Seguí (1867-1932) era una mujer hermosa. Tenía los rizos vigorosos y los ojos negros de la belleza andaluza. Era recia y elegante. De naturaleza volcánica, como dijo Ramón Gómez de la Serna. Quizá porque creció en un antiguo cráter de un volcán: el valle de Rodalquilar.
Un día, cuando aún era adolescente, un periodista de Almería llamado Arturo Álvarez Bustos le dedicó un poema de amor. Y no paró hasta que la conquistó. Fue «un episodio de ingrato recuerdo», comentó en una entrevista en La Esfera, a los 55 años. «Lo motivó la equivocación más grande de mi vida. Mi rebeldía me llevó a casarme, contra la voluntad paterna».
La tragedia empezó la propia noche de bodas. La almeriense sufrió el mismo trauma que Sissi Emperatriz, una adolescente alemana de 16 años que llegó a la alcoba con Francisco José de Habsburgo sin que nadie le advirtiera antes que los hijos, en realidad, no vienen de París. En su novela La malcasada (1923), que de forma velada se basa en sus recuerdos, Colombine escribió:
«No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu».

Arturo Álvarez vivía en las tabernas. Colombine lo dejó entrever en aquella novela: «Pues también es humor estar aquí sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a qué hora vendrá. (…) Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme. ¡Qué hombres! El mejor, asadito y con limón».
Ella, mientras, se afanaba en la aspiración de toda mujer de bien: llenar su hogar de vástagos. Pero el destino jugaba en contra. El primer bebé falleció trece horas después de nacer, la segunda a los dos días y el tercero a los ocho meses. Igual que le ocurrió a Mary Shelley (1797-1851), la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, Carmen de Burgos asistió a la muerte de sus tres primeros hijos y entonces, en cierto modo, ella también murió. El escritor Ramón Gómez de la Serna lo contó así años después:
«Hasta que un día a Carmen se la [sic] murió un hijo “en los brazos, sin saber que se la moría, porque como tenía la fiebre, confió en aquel ardor, hasta que se lo quitaron de entre los brazos”. Carmen, cuando sintió que se lo quitaban y el porqué se lo quitaban, cerró los ojos presa de un ataque a la cabeza. Cuando despertó, cuando “remitió” la muerte, era otra, es decir, era la misma, sino que resuelta, llena de insubordinación, con un habla nueva y desatada, extraña a las cosas de su alrededor, combativa y libertada».
La periodista renació con una vitalidad inexplicable. Parecía que algún Victor Frankenstein había recompuesto ese cuerpo roto de dolor en un ser con el mismo deseo de amar que la criatura que diseñó en su laboratorio el científico de la novela de Mary Shelley.
A las dos escritoras la ansiada descendencia llegó después del cuarto parto. En 1895 nació la única hija que sobrevivió a la almeriense. La escritora amó y cuidó a María de los Dolores Ramona Isabel como lo más grande de su vida. Decía que, de todo lo que hizo en su vida, ella era su «obra maestra». Aunque María Álvarez de Burgos (como se conoció después), a los 34 años, perdida entre la cocaína y los desastres amorosos, asestara un último estoque al corazón vapuleado de su madre.
Harta de un marido infame, a finales de agosto de 1901, Carmen de Burgos Seguí metió sus cosas en una maleta y se fue a Madrid. Llegó con su hija y un título de maestra que había sacado, estudiando por las noches, a escondidas de su esposo. Tenía 33 años y una plaza en un colegio de Guadalajara, pero lo que de verdad quería era vivir en Madrid, porque su ambición ya no era formar una familia numerosa. Ansiaba trabajar en periódicos y entrar en los círculos intelectuales y de escritores de la época. Probablemente, igual que la protagonista de su novela La que se casó muy niña (1923), «experimentaba repugnancia por el marido» y decidió:
—«Yo no quiero tener más hijos».
En Madrid, un tío suyo «senador del Reino», Agustín de Burgos, le abrió las puertas de su hogar y le presentó a algunos de sus contactos. Un año antes, la escritora le había dedicado su primer libro de relatos breves, Ensayos literarios. Era 1900 y muchos hombres veían con sorpresa, y un cierto desagrado, que una mujer saliera de la cocina para emprender una carrera literaria. En el prólogo, el conocido poeta almeriense Antonio Ledesma Hernández declaró que las mujeres podían participar del pensamiento y el conocimiento, pero siempre dentro de un orden:
«De eso al feminismo exagerado que se ha despertado en nuestros días, hay ciertamente gran distancia: (…) esa promiscuidad feminista que, no haciendo diferencia entre la distinta misión moral y social de ambos sexos, pretende igualarlos en actividades y derechos, y crear una sociedad histórica donde no haya preeminencias para ninguno, ni autoridad, ni por consiguiente familia ni Estado posibles».
Ese ‘feminismo exagerado’ que llevaría al caos y la destrucción era, en realidad, manso y dócil. Hay que «procurar librarse del egoísmo y anteponer las conveniencias de los demás a las propias, para no hacer nada que disguste a los otros», escribió la autora en El arte de ser mujer (1920).
Era un feminismo conciliador que jamás intentó hincar el diente a nadie. «No es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre», explicó en La mujer moderna y sus derechos (1927), «sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado».
carmen de burgos
Carmen de Burgos
Sus exigencias quedaban muy lejos de las reivindicaciones que pedían 4.000 kilómetros hacia el este: las líderes de la revolución rusa. La primera mujer de la historia que tuvo un puesto en un gobierno, Alejandra Kolontai (1872-1952), pedía que el Estado se ocupara del cuidado del hogar y de la crianza de los hijos para que las mujeres pudieran desarrollar una carrera profesional y participar en la vida política y social igual que lo hacían los hombres.
La Comisaria del Pueblo para la Asistencia Pública de los primeros años de la URSS promulgaba que en el siglo XX había nacido una ‘mujer nueva’ que exigía su independencia porque «sus intereses sobrepasan ampliamente los límites de la familia, el hogar y el amor». En Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada y otros textos sobre el amor, escribió:
«Las virtudes femeninas que durante siglos se han cultivado en ella —pasividad, sumisión, dulzura— se revelan enteramente superfluas, inservibles, perjudiciales. La severa realidad exige otras virtudes: actividad, firmeza, decisión, dureza, es decir, “virtudes” que hasta hoy se han tenido por propiedad exclusiva del hombre».
Carmen de Burgos se estableció en calle Echegaray, número 10, hasta que poco después abandonó la casa huyendo otra vez de un hombre. Don Agustín de Burgos se acercaba a ella reclamando unos besos que poco tenían que ver con el cariño entre dos familiares. No era raro. Los varones de esa época pensaban que una mujer sin marido era barra libre, igual que hoy muchos creen que porque una mujer dirija un programa de sexo en la radio, está a disposición del público.

«La divorciadora»

Carmen de Burgos consiguió su objetivo y se quedó en Madrid. En octubre de 1901 obtuvo una autorizaron para ampliar estudios en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos de Madrid, y eso le permitió permanecer en la ciudad hasta 1905. Dos años antes había empezado a escribir en el Diario Universal una columna diaria titulada ‘Lecturas para la mujer’. Ahí hablaba de moda y de modales, pero, a la vez, iba deslizando las ideas liberalizadoras que veía en otros países de Europa.
En 1901, Pío BarojaRamiro de Maeztu y Azorín pidieron la aprobación del divorcio, pero la propuesta naufragó en un país regido por curas. En 1904, Colombine lo volvió a intentar. La periodista aprovechó que su columna tenía muchos lectores, de los sectores más conservadores y más progresistas, para plantear la cuestión del divorcio. El 20 de diciembre de 1903, en su columna, añadió una noticia que decía:
«Me aseguran que muy en breve se fundará en Madrid un ‘Club de matrimonios mal avenidos’, con objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las Cámaras».
La idea armó un gran revuelo y trece días más tarde escribió en su columna: «La noticia del Club de matrimonios mal avenidos ha desencadenado una tempestad no solo entre las señoras, sino también entre los hombres».
Colombine fue publicando las cartas que recibía de los lectores, los intelectuales y los cargos públicos sobre el divorcio, y en marzo anunció que el debate continuaría en un libro titulado El divorcio en España. Aquella obra recogió la opinión de Unamuno, Baroja, Azorín, Vicente Blasco Ibáñez, Antonio Maura, Francisco Silvela o Raimundo Fernández Villaverde.

El sufragio femenino

Decía Colombine que siempre había que tener la maleta preparada. La escritora deseaba viajar y conocer otros lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres. En 1905 el Ministerio de Instrucción Pública le concedió una beca para estudiar los sistemas de enseñanza de otros países. Carmen de Burgos agarró a su hija y una valija llena de libros, y se lanzó al descubrimiento de Francia, Italia y Mónaco.
El país de Émile Zola, una de sus grandes referencias literarias, provocó un gran impacto en la maestra. Había que aprender del racionalismo de Francia. Era algo en lo que siempre había creído y la visita reafirmó su idea: sin educación, un país es una jungla. En la Memoria correspondiente al curso de ampliación de Estudios en el Extranjero realizados por la autora desde 1º de octubre de 1905 a 30 de septiembre de 1906, escribió: «Allí no solo no existe el analfabetismo, sino que todo el mundo es profesor o alumno, enseña o aprende. La frase célebre de que ‘cada escuela que se abre cierra una prisión a los veinte años’ es allí un hecho».
En 1906 volvió a Madrid y se estableció en la calle Eguilaz, número 7, cerca de la Glorieta de Bilbao. De su paso por Francia había traído un propósito que ya no abandonaría el resto de su vida. Carmen de Burgos estaba convencida de que había llegado el momento de que las mujeres pudieran votar y no pararía hasta conseguirlo.
Dos años después de sacar a escena el tema del divorcio, Carmen de Burgos se propuso azotar la opinión pública con una campaña en prensa a favor del sufragio femenino. El 19 de octubre de 1906 inauguró una columna titulada ‘El voto de la mujer’. La periodista volvió a hacer una consulta entre firmas de prestigio para publicar sus respuestas con esta carta:
Muy Sr. mío y de mi consideración:
En el Heraldo del día 19, se ha abierto un plebiscito cuya finalidad consiste en conocer la opinión que merece a todas las personas autorizadas la cuestión del voto de la mujer, planteándolo con la mayor amplitud posible.
1º ¿Debe o no, concederse voto a las mujeres? 2º En caso afirmativo, ¿ha de ser en sufragio universal, o solo para las que reúnan determinadas condiciones? 3º ¿La mujer puede ser además de electora, elegible?

Las represalias

Las mujeres que desafiaban la tradición resultaban molestas. No sólo para los hombres. A menudo, lo eran más aún para otras mujeres. En 1915, Emilia Pardo Bazán, que se declaraba «radical feminista» porque creía que «todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer», indicó en una entrevista con el Caballero Audaz: «Tengo la evidencia de que si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ¡sí!».
En enero de 1918 aprobaron en Inglaterra la Ley de Representación del Pueblo. Las mujeres por fin podían votar. Aunque no todas. Esa primera ley concedía el voto a esposas de los propietarios, mujeres propietarias y universitarias de más de 30 años. Y había llegado muchos años después que en algunas de sus antiguas colonias: Nueva Zelanda lo aprobó en 1893 y Australia, en 1902. También después que en Finlandia (1906), Noruega (1913), Dinamarca e Islandia (1915), y sólo un año antes que en Alemania.
La sociedad victoriana intentó impedir que las mujeres fueran a las urnas. Pero fue un hombre, John Stuart Mill, quien desafió por primera vez esa idea. En 1867 propuso en el Parlamento una reforma electoral para eliminar la exclusión por sexo. Perdió por 123 votos. Pero la ambición fue creciendo, entre reivindicaciones y protestas, hasta aquel invierno de 1918. Y no fue tanto una conquista social como una consecuencia de la guerra.
La I Guerra Mundial, la contienda más catastrófica que había vivido el mundo hasta entonces, había dejado al Reino Unido sin electorado. Los hombres estaban en las trincheras y muchos de ellos no volverían jamás. Además, durante los años de batalla, las mujeres ocuparon los puestos que ellos dejaron para irse al frente y habían dejado claro que no necesitaban a ningún varón para custodiar su destino.
carmen de burgos
Mujeres trabajando en una fábrica de armas de París en 1916
España, en cambio, parecía congelada en el tiempo hasta que el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República. Colombine tenía 64 años y una salud hecha añicos, pero aún le quedaban fuerzas para lanzar una nueva campaña que exigía el derecho al voto de la mujer.
Entonces era ‘presidente’ general de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas. La palabra ‘presidenta’ no existía. Igual que hoy no es posible presentarse como ‘escritora’ o ‘realizadora’ en la red social más usada en el mundo. Lo denunció la escritora Ángeles Caso en una conferencia sobre BookTubers el pasado mes de abril. «Fui a abrirme un perfil en Facebook y sólo tenía la posibilidad de calificarme como ‘escritor’. No veía eso de: “Ángeles Caso: escritor” y decidí que apareciera: “Ángeles Caso: libro”».
Daba la sensación de que, con la llegada de la república, el voto estaba a la vuelta de la esquina. Pero la opinión de las feministas se había dividido en dos. Algunas, como Victoria Kent, lo temía. Pensaban que la papeleta de la mayoría de las mujeres obedecerían las órdenes de sus sacerdotes. «En este momento lo estimo un poco peligroso», dijo la radical socialista en una entrevista con Josefina Carabias en el periódico Ahora en noviembre de 1931. «La prueba la tiene usted en que las derechas están encantadas de que voten las mujeres. Esas mismas derechas se oponían al sufragio universal en tiempos, alegando que la masa no estaba preparada».
Otras, en cambio, como Colombine o Clara Campoamor, lo querían a toda costa. La periodista almeriense escribió en La mujer en política:
«Hace años en una encuesta que organicé en el Heraldo respecto al voto femenino, me contestó el señor Lerroux en carta que conservo, que ese temor al reaccionarismo de la mujer era injustificado, pero que aunque dicho peligro existiera, no debíamos oponernos a la libertad en nombre de la libertad».
El 19 de noviembre de 1933 las mujeres votaron por primera vez en España.

La república

El 14 de abril de 1931 se proclamó la segunda república española. Era el fin de la ‘dictablanda’ de Miguel Primo de Rivera y de la monarquía borbónica. Las elecciones del día anterior mostraron que las grandes capitales del país no querían un rey. Los lacayos de Alfonso XIII tuvieron que preparar sus maletas urgentemente. «Has de salir del país antes de que se ponga el sol», le advirtió Niceto Alcalá-Zamora, en nombre del Comité Revolucionario.
La nueva Constitución proclamó España como «una república de trabajadores de toda clase». El país se hizo laico y Colombine vio por fin sus sueños cumplidos. La carta magna reconoció el matrimonio civil, el divorcio y el voto femenino. «Creo que el porvenir nos pertenece», escribió en la revista Mujer el 27 de junio de ese año.
Había pasado meses retirada de la vida pública, escribiendo relatos, entre las sombras de su dolor. La república, al fin, la sacó de casa. Se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y en la formación querían que se presentara como candidata a diputada en las elecciones de 1933. Era ‘presidente‘ general de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas. La eligieron ‘vicepresidente primero’ de la Izquierda Republicana Anticlerical, una agrupación que seis días después de publicar su manifiesto, reunió a 10.000 personas.
Su tiempo pasaba entre la actividad frenética de los mítines y el descanso que le exigía su corazón. Apuraba sus energía para seguir con sus campañas. Esta vez, contra la pena de muerte y la prostitución. «Me cogió un vértigo de trabajo. No quise confesar que mi salud está delicada, lo llevé todo a cabo y me puse a morir», escribió a su amiga Ana de Castro, a mediados de noviembre. «Por fortuna tengo una naturaleza fuerte y una semana a leche, y con reposo absoluto, me han puesto bien. (…) Era un esfuerzo necesario. Ya podremos ir más despacio. Se necesitaba escalar la fortaleza y ganar el tiempo que había perdido con mi alejamiento de todo».
Antes del fin de 1931, en noviembre, ingresó en la masonería. Carmen de Burgos fundó la logia Amor y le otorgaron el grado de máxima autoridad, Gran Maestre, después de casi 20 años de excelente relación con esta organización donde se hermanaban los grandes intelectuales de la época.
En marzo de 1932 publicó Guiones del destino. Lina, la protagonista, «avanzó hacia el público, saludando y enviando puñados de besos que parecían materializarse y volar sobre los espectadores». De pronto, estalló un «grito de inmenso horror exhalado por el público. El telón bajaba rápidamente sobre Lina, que no se apartaba. Por pronto que quisieron acudir espectadores y empleados en su ayuda, llegaron demasiado tarde. El enorme telón había aplastado a la actriz. La mitad de su cuerpo quedaba a la vista del público, descansando entre las flores, frescas y olorosas, que le acababan de arrojar».
Colombine, de algún modo, estaba anunciando su propia muerte. Ocurrió siete meses después. La tarde del sábado 8 de octubre de 1932 la escritora acudió a la sede del Círculo Radical Socialista para participar en una mesa redonda sobre educación sexual. Quería acabar con esa imagen pecaminosa que los clérigos daban al amor dentro de la alcoba. «En las bodas del futuro», indicó, «al tomarse los dichos, deberá acudir el médico en vez del confesor».
Pero, de pronto, empezó a sentirse mal. Muy mal. Exhausta. En la sala había dos médicos y también llamaron a su amigo y doctor Gregorio Marañón. «Una vez los tres médicos reunidos se procedió a hacer una sangría y a la inyección de varias ampollas de aceite alcanforado. Sin embargo, la ilustre escritora continuaba empeorando», escribieron al día siguiente en el periódico El Sol. «A pesar de su estado, conservaba la serenidad. Sin perder energía pronunció estas palabras: “Muero contenta, porque muero republicana. ¡Viva la República! Les ruego a ustedes que digan conmigo: ¡Viva la República! (…) Se avisó a una ambulancia que trasladó a doña Carmen de Burgos a su domicilio donde falleció a las dos de la madrugada».
Enterraron a Colombine en el Cementerio Civil de Madrid, un día de lluvia fina. En la comitiva estaban los principales políticos e intelectuales de entonces. La noticia apareció en decenas de medios internacionales. Hubo varios homenajes en su honor y muchos intelectuales, entre ellos, Clara Campoamor, pidieron que Madrid diera su nombre a una calle.
carmen de burgos
Carmen participa en una conferencia contra la pena de muerte de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas
La escritora no pudo ver que, en realidad, el porvenir no les pertenecía. Había sido un espejismo que acabó a balazos, en una guerra civil y una dictadura nacionalcatólica. El fin de la república fue también el fin de su memoria. El general Franco incluyó su nombre en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Voltaire o Rousseau. Sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías.

No hay comentarios:

Publicar un comentario